Cuando el visitante llega por primera
vez, un reflejo de luz le enciende la mirada, la inquietud por conocer. Dobla
la esquina y el olor a pan recién hecho perfuma la calle. Traza líneas en
zig-zag atisbando ansioso todo aquello que le rodea. No se cansa de pasar
revista, piedra por piedra, ventana por ventana. La lluvia de días atrás
refleja hoy los rayos de sol, y en esos charcos que quedaron descubre a una
niña saludándole sonriente desde lo alto de su balcón. Observa, también, la
esbeltez que reflejan los edificios con sus coloridas fachadas. Levanta la
mirada más allá de las cornisas y el ágil aleteo de los pájaros le transmite
una lejana sensación de libertad.
El ciudadano, una vez más, nervioso y a
la vez perezoso, mira su reloj y un reflejo cegador le anula la vista. Dobla la
esquina y ese olor a pan recién hecho le
fatiga, le ahoga. Calcula el trayecto más corto evitando la ventanilla de aquel
acreedor. Sus ojos persiguen no lo que se encuentra fuera de los ojos, sino
adentro, sepulto y borroso. Un paso en falso hace que una baldosa mal colocada
le escupa la lluvia de días atrás. En esos charcos que quedaron, ahora ya
llenos de hollín, la ciudad se decolora y nada entre sombras. Camina con el
mentón sobre el pecho y con las uñas clavadas en las palmas, para evadir las
miradas que le juzgan, que le odian. El no poder huir recae sobre si cual
plomo, anclando sus pies en el duro suelo.
No se puede decir que un aspecto de la
ciudad sea más verdadero que el otro. Las dos ciudades gemelas no son iguales,
los ojos con los que se mira la convierte en unanverso y un inverso.
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